sábado, 31 de marzo de 2012

Morir eternamente

¿Qué puede haber peor que morirse? –me pregunto, sin estar demasiado convencido de que morir sea algo realmente tan malo. Pero no dudo ni un segundo en responder: peor que morirse, es morirse dos veces.

Cansa tanto morirse...
A eso, a morirse –una y otra vez– está condenado Mort Cinder, protagonista de la historieta homónima que crearon Héctor Germán Oesterheld y Alberto Breccia en 1962. Mort Cinder es «la historia» que ha tomado forma de hombre y habla a través de su voz. Es un albañil en la construcción de la Torre de Babel; es un espartano, de los 300 que lucharon en las Termópilas; es un esclavo en un barco negrero y es también un soldado en la primera guerra mundial. Pero, “siendo todos, no es nadie”, como dice Juan Sasturain.[1]

La serie, que se publicó entre 1962 y 1964 en la revista Misterix, es el trabajo cumbre de dos maestros consagrados de la historieta argentina, lo que le ha otorgado a la obra su estatus de clásico. Sin embargo, su reconocimiento se ve limitado al reducido mundo de la historieta, cuyo mayor exponente en nuestro país es, sin dudas, y a cualquier nivel, El Eternauta –en su versión original de 1957– escrita por el mismo Oesterheld y dibujada por Francisco Solano López. Pero la mayor exposición y reconocimiento de ésta no indica necesariamente una superioridad artística. No es este el lugar para relatar las razones por las cuales El Eternauta ha sido instaurada como la carta de presentación de la historieta argentina, ni tampoco quiero decir con esto que ocupe un lugar inmerecido. Creo, sin embargo, que es Mort Cinder la obra que tiene su origen en aquel modelo estético y lo lleva a su punto más alto. 

El hallazgo narrativo de Oesterheld es la figura misma de ese “hombre” que es Mort Cinder, que es todos los hombres y no es ninguno, y no sólo un mero testigo de la historia. No es como el viajero del tiempo que observa desde afuera –nosotros los lectores o Ezra, el anticuario co-protagonista de la historieta–, sino que es aquel que realmente lo ha vivido, y esto le da la posibilidad al autor de remontarse a cualquier época y situar allí a un hombre, darle un lugar –aunque sea pequeño– en los hechos y a través de él hallar un relato. Por su parte, es en Mort Cinder cuando los dibujos de Alberto Breccia se alejan definitivamente de la convención realista para crear un escenario expresivo (por momentos también opresivo), una muestra de su genial dominio del blanco y negro. Y recurriendo para ello a técnicas tan innovadoras como el trazado de líneas con hojas de afeitar o poco usuales en la historieta como el collage (estilo que desarrollará y perfeccionará en sus adaptaciones de “Los mitos de Chtulhu” de Lovecraft). Para terminar, quizás baste una sola frase de aquel “hombre” que ha muerto una, dos, cien veces, y ha resucitado de todas ellas; una frase que condensa el que sea, tal vez, el sentido último de esta historieta: “Cansa tanto morirse. Y duele. Mucho.” 

La Batalla de las Termópilas


[1] Sasturain, Juan (1995). El domicilio de la aventura. Colihue: Buenos Aires.

martes, 27 de marzo de 2012

Historietas para todos

Nadie sabe a ciencia cierta quién fue el primer ser humano en ejecutar un instrumento musical, ni el primer poeta en recitar sus versos, ni en qué momento a alguien se le ocurrió pintar las paredes. Tampoco existe todavía un acuerdo sobre cuál fue la primera historieta en haber sido publicada. De todos modos, no hay ninguna duda de que su origen como arte moderna estuvo ligada a la masificación de los grandes medios de comunicación impresos (periódicos y revistas) ocurrida durante los últimos años del siglo XIX y comienzos del XX. 

Ahora bien, durante estos primeros años y hasta muy avanzado el siglo no existió el conflicto que comenzó a gestarse con su introducción en la atención académica: la historieta ¿puede ser considerada como una actividad artística? O ¿qué lugar ocupa en el escalafón de las artes? (si es que existe un escalafón, y muchas artes en vez de una sola manifestada por diversos medios). En el imaginario común, la historieta siempre ha estado más cerca del trabajador que del intelectual; del lado de la cultura de masas antes que de las bellas artes. Pero no sólo con ese estigma ha debido cargar. También es muy común escuchar que la historieta es algo para niños, una lectura “liviana” que les permitirá a los jóvenes entusiasmarse por la lectura para luego acceder a las grandes obras de la literaria hermana mayor.

Respecto de esto último, permítanme ser autobiográfico por un momento. En mayo de este año me tocó participar de una entrevista para un periódico de la ciudad, en tanto había formado parte del grupo que había viajado a la Feria del Libro de Buenos Aires encargado de comprar los libros para la Biblioteca Popular del Paraná. En esa entrevista relatamos nuestra experiencia y comentamos al periodista la diversidad (de géneros, estilos y temas) que tenían los libros que se habían comprado. Un pequeño grupo pero no menos importante de ellos eran historietas. Tratándose de un interés personal, fui yo quien mencionó los libros que se habían comprado, destacando la variedad de libros traídos, entre los que había, por supuesto, obras para niños y jóvenes, pero también había otras que apuntaban al público adulto. Mi sorpresa al leer el artículo producido en base a esa entrevista fue que habían citado textualmente palabras que (nunca) habían salido de mi boca, destacando la compra de historietas como estrategia para incentivar la lectura de los jóvenes. Con bastante tristeza me vi a mí mismo diciendo lo contrario a lo que pienso. “¡Qué lástima! –pensé– qué pena que la historieta todavía no haya podido dejar de ocupar ese lugar de pequeña hija boba (nacional y popular) en la gran familia de las artes modernas.”